Os ofrecemos este nuevo audiovisual sobre una perspectiva de conjunto de este mundo mozárabe,
Mozárabe
Este blog es complementario del http://mozarabes.blogspot.com.es/
jueves, 22 de noviembre de 2018
martes, 21 de abril de 2015
Otra vez en Bobastro, (Ardales, Malaga)
Cuando estuvimos por última vez en las ruinas rupestres de Bobastro, nos quedamos subyugados por la belleza paisajística del entorno de las Mesas de Villaverde, perteneciente al malagueño pueblo de Ardales. Hicimos fotos que luego se convirtieron en un vídeo de una mediana calidad.
Hoy queremos reparar aquel fallo con un nuevo vídeo, al tiempo que reivindicamos, una vez más, el adjetivo de mozárabe y cristiano para aquella iglesia y fortín, epicentro de las revueltas contra las tropas del emirato cordobés en la segunda mitad del siglo IX.
Reconociendo su inicial y relevante componente berebere y muladí, Bobastro fue escenario de una gesta mozárabe y, hoy, es la única iglesia genuinamente mozárabe que nos queda en Andalucía.
lunes, 6 de agosto de 2007
Visión de lo mozárabe.
Conferencia pronunciada en con motivo del X Aniversario del Centro de Estudios Mudéjares.
Teruel, 3 de Mayo de 2004.
Buenas tardes.
Tras agradecer al profesor don Esteban Sarasa su amable invitación a este ciclo, solicito la atención de ustedes para repasar, brevemente, las posibles aportaciones de los mozárabes en el trasiego cultural entre al-Andalus y los reinos cristianos del norte.
Como una más de tantas veces en las que dirigimos nuestra mirada al pasado, no podemos resistir el influjo de esa fecha carismática que parece destinada por los siglos venideros a presidir cualquier auscultación histórica peninsular: el año 711 del calendario gregoriano, 749 de la era hispánica, o el 92 de la Hégira musulmana. Y el acontecimiento, como todos sabemos, fue el paso del estrecho de Gibraltar por las primeras tropas acaudilladas por Tarik.
Y a partir de esta fecha un desplome, un desvanecimiento, una desaparición en pocos meses de las estructuras del estado hispanovisigodo. Sorprendente eclipse de un estado ante un rotundo desarrollo de los acontecimientos. Las clases gobernantes que habían dominado el país durante 200 años, se esfuman de repente ante una fulgurante victoria militar.
Pero... y lo demás; lo que había debajo de esas clases gobernantes; el substrato cultural, la costumbre, la religión, la tradición, el carácter y la personalidad de las gentes, el poso de la anterior civilización romana.... ¿que fue de todo eso? Esta es la gran pregunta, cuya respuesta pretendemos esbozar en el corto tiempo que ustedes, amablemente, me van a dedicar.
Como es bien sabido, los mozárabes constituyeron el núcleo de la población hispana que, a partir del 711 no está dispuesta a claudicar de sus tradiciones aunque sí a una convivencia pacífica con los dominadores islámicos, aun a costa de pagar considerables tributaciones, la chizia y el jarach, para el mantenimiento de un mínimo de libertades.
Claro es que este núcleo inicialmente mayoritario fue decreciendo con el tiempo ante el flujo continuo de conversiones hacia el mundo musulmán que ofrecía un credo más fácil y la nada desdeñable oportunidad de eximirse de los ya citados impuestos.
Los siglos VIII, IX y X fueron de una acusada intensidad histórica, dentro de una rápida evolución que va desde un estado en crisis, hasta el apogeo cultural de la califal al-Andalus, ejemplar incluso ante el resto de los estados del occidente cristiano.
Todo eso en menos de tres siglos. Así pues, dentro de una etapa tan cambiante, ¿como podemos situar la posición de los mozárabes en el transcurso de tan dinámico periodo sin riesgo a equivocarnos?
Hay que admitir, por tanto, que según el momento exacto que hiciéramos la fotografía del mundo andalusí, podríamos encontrarnos con escenarios de confrontación, de convivencia pacífica o de dura represión. Conocedores de esta dificultad, hemos elegido aquí algunas situaciones, algunos momentos que nos ayudarán a introducir el tema de esta charla.
En el año 788 ocupa el trono de Córdoba Hixen I, bajo cuya égida van a tener lugar dos hechos que incidirán notablemente en la transformación de la sociedad andalusí y de la propia comunidad mozárabe. El primero fue la prohibición por decreto del uso de la lengua hispano-latina, haciendo obligatorio el estudio del árabe. Los hijos de los cristianos son obligados a asistir a las escuelas arábigas. Verdaderamente fue éste uno de los escasos intentos serios de sometimiento cultural de la etnia hispana.
Otro momento, no menos relevante para el futuro comportamiento social, político y religioso de la sociedad andalusí, fue la instauración de la escuela jurídica malikí, rigurosamente ortodoxa y conservadora, que ejercerá en adelante honda influencia en las instituciones del estado omeya cordobés. Siguiendo sus directrices, toda desviación religiosa será reprimida con dureza, anulándose cualquier posibilidad de discusión racional. Fueron los propios hispanomusulmanes los que viajaron a Medina a estudiar esta doctrina, lo cual es indicativo del fuerte arraigo que tuvo esta escuela dentro de las estructuras andalusíes.
Otro de los hitos elegidos es en el año 796 cuando sube al poder al-Hakam I, y con él se afianza la citada doctrina integrista malikí. Los mozárabes, resistiendo cada vez mayores presiones y perdiendo ya las esperanzas de una convivencia pacífica con los musulmanes, comienzan a sublevarse. Bajo este mandato, van a tener lugar tres importantes alzamientos con participación mozárabe, respectivamente en las tres ciudades más representativas de al-Andalus: Mérida, Toledo y Córdoba.
Bien, de todo lo que antecede, aunque sean hechos aislados entresacados del discurrir de dos intensos siglos, podemos extraer alguna lectura. Evidentemente, la situación de la comunidad mozárabe no siempre fue fácil y siempre estuvo a merced de las circunstancias político sociales de cada momento, pero, aún así, no se puede negar que tuvieron el valor de mantener vigentes sus principios religiosos y culturales dentro de la sociedad musulmana.
Pero, verdaderamente, ¿cúal fue el alcance de la arabización mozárabe?
En 1930, el historiador Ángel González Palencia, como fruto de una larga tarea de recopilación, llegó a registrar una colección de 1175 documentos en árabe, extraídos de los archivos toledanos y datando todos ellos entre los años 1083 y 1315. Los asuntos eran de la vida común relativos a Toledo y a su alfoz: donaciones, préstamos, arriendos, pleitos, compraventas, testamentos, etc. Las conclusiones a partir del análisis pormenorizado de estos manuscritos son, fundamentalmente, dos. La primera, que nos parece muy destacable, es que en el 1085, más de tres siglos después del 711, la casi totalidad de los cristianos toledanos eran mozárabes y todos ellos bilingües, en romance y en árabe.
La segunda conclusión es que si todos eran cristianos y se comunicaban en árabe, de ello podría inferirse sin grave riesgo de error, que la islamización de los mozárabes debió de ser más bien una cuestión de apariencias, de adaptación, no afectando apenas a las raíces de su credo religioso y de sus costumbres. Esta conclusión pudiera ser igualmente extrapolable a las mozarabías de otros lugares peninsulares.
Veamos ahora como se manifestaron artísticamente estos mozárabes. Por limitaciones de tiempo en esta charla no vamos a entrar en los campos de la literatura, de la liturgia o de las jarchas, sino que preferimos concentrarnos en solamente dos áreas: la arquitectura y la iluminación de manuscritos.
En el terreno de la arquitectura, desde el advenimiento de la dinastía Omeya en el 756, existía en Córdoba gran preocupación por fomentar y enriquecer la cultura de los pueblos árabes y beréberes hasta llevarla a los niveles de sus rivales abbasidas, en Damasco. Una de las alternativas consistió en formar alarifes en las escuelas mozárabes de Sevilla, Córdoba y Toledo, todavía florecientes en las artes y en la arquitectura. Consecuencia de ello pudo ser que en la mezquita de Córdoba intervinieran en sus primeros tiempos maestros mozárabes, los cuales transmitirían una cierta impronta, cuando menos con el aprovechamiento de algunos elementos constructivos como fustes y capiteles, procedentes de la anterior iglesia visigótica de San Vicente.
Cuando tratamos de descubrir los contenidos constructivos transplantados por los monjes mozárabes al Duero, tropezamos con la dificultad adicional de que en la ciudad de los Califas no se había creado un arte puro, de la noche a la mañana. Por el contrario existieron fuertes influencias de Bizancio sobre lo musulmán. Y porque no decirlo, el arte hispanomusulmán debía mucho tanto a la tradición visigótica, heredando de ella el arco de herradura y las ornamentaciones florales, como a la hispanorromana de donde proceden el aparejo de soga y tizón y los arcos de entibo de la mezquita cordobesa.
Estamos pues en los tiempos de una encrucijada en la que las influencias se multiplican y se hace muy difícil señalar soluciones puras. Todo es un injerto de mezclas y no resulta fácil trazar fronteras definidas.
Pero, dentro de este denso tejido, surge la inevitable pregunta: ¿existe un verdadero estilo mozárabe con entidad propia? Para opinar con rigor sobre ésta tan debatida cuestión, es necesario identificar primeramente los elementos básicos diferenciadores de lo mozárabe en arquitectura. Luego, consecuentemente, habrá que evaluar el papel jugado por estos elementos dentro del conjunto hispano prerrománico y, finalmente, deducir si con este bagaje, lo mozárabe puede ser catalogado como un arte con personalidad propia. Pasemos, pues, a analizar estos elementos.
Las plantas de las iglesias mozárabes son generalmente reticuladas, es decir, compuestas por varios cuadriláteros, herencia clara de las iglesias visigodas aunque también se advierta una inspiración en lo musulmán. La segmentación de la planta se hace extensiva a las alturas, dando como resultante una conformación de volúmenes, tanto interna como externa. El ejemplo más definitorio de esta compartimentación lo ofrece Santa María de Lebeña, que se estructura a partir de una serie de rectángulos con ambientes muy separados unos de otros y con la sensación final de un pequeño laberinto.
Las plantas de las iglesias mozárabes presentan variantes. Las hay basilicales, de tradición paleocristiana, como San Miguel de la Escalada, de nave única, de tradición hispanovisigoda, como Santiago de Peñalba y San Miguel de Celanova, cruciformes como Santa María de Melque, cuadriculadas como Santa María de Lebeña y, finalmente, las de tipo casi cuadrado, como San Baudelio de Berlanga.
El único factor común en todas ellas es la ya citada subdivisión en retículas que conforman espacios pequeños con escasa visibilidad. Por eso, en estos templos se tiene la impresión de que la visión horizontal es corta e imprecisa, encargándose las columnas y los iconostasios de entorpecer cualquier atisbo de continuidad. Es, en definitiva, una sensación parecida a la que experimentamos cuando entramos en la mezquita de Córdoba.
En las iglesias mozárabes se advierte la ausencia de fachada principal con motivos decorativos; habría que preguntarse si será el sentido de la discreción, lo que les lleve a prescindir de cualquier ornamento. Si en otros estilos posteriores, la fachada o puerta de acceso principal representarán la simbología del tránsito del mundo terrenal al espacio sagrado, en las iglesias mozárabes no sucede lo mismo. Las discretas puertas de entrada acostumbran a estar a mediodía, siendo excepciones a este punto la puerta geminada de Peñalba y el espléndido pórtico de San Miguel de la Escalada.
La carencia generalizada de elementos decorativos externos sólo tiene una excepción: los modillones de rodillos escalonados que sirven de soporte a los aleros de los tejados. Es la forma de sustentar voladizos con una cierta gracia. Aunque en Córdoba existen los modillones, ya conocidos por los romanos, los mozárabes son diferentes ya que sobresalen bastante del plano del edificio, presentando temas ornamentales tales como ruedas de radios curvos, esvásticas y flores con seis pétalos, muy visigóticos y bizantinos, que fueron previamente paganos y luego se cristianizaron. En Melque, por ejemplo, no hay modillones ni tampoco aparecen en las iglesias de Cataluña.
Las techumbres de San Cebrián de Mazote y San Miguel de la Escalada son de madera, a dos aguas, pero resultan casi una excepción pues predominan las bóvedas de cañón semicirculares o ultrasemicirculares. En cuanto a las cúpulas, son de dos tipos: de cascos o gallonadas, cuyo ejemplo más representativo está en los ábsides y la cúpula de Peñalba y también de Escalada, y las de nervios cruzados, cronológicamente más tardías, cuyo exponente máximo son San Baudelio de Berlanga y San Millán de la Cogolla.
Los ábsides son rectangulares externamente, pero de planta circular interior, con el radio sobrepasado. El ábside se comunica con la nave central por un arco triunfal de herradura que suele ser algo angosto y no muy alto. Nos recuerdan el espacio sagrado de un mihrab o el ambiente cerrado de una cueva de eremitas. Lo que siempre es común es el arco de herradura como arco toral.
Acerca del sobrepasado del arco de herradura queda decir que es variable: puede ser 1/3, 1/2, 2/3, del radio, pero esto no parece ser diferenciador de distintos estilos resultando que cualquier regla general puede ser muy aventurada. Cuestión aparte son los matices que ofrecen, respectivamente, el arco de herradura visigodo y el cordobés, para decidir cuál de ellos es el que influye realmente en el mozárabe. Las diferencias provienen de su estilización y su peralte, según que la separación de intradós y trasdós sea mayor o menor en la clave. En los mozárabes, las primeras dovelas a partir de los salmeres suelen ser horizontales, pero las siguientes superiores serán ya radiales.
Los capiteles son siempre corintios, sin influencia cordobesa, sino prerrománica. Son, por lo general, de mármol, tallados a bisel o a trépano, modalidad ésta de claro antecedente bizantino; frecuentemente estos capiteles presentan un astrágalo sogueado que nos recuerda el arte asturiano. Los motivos iconográficos suelen ser vegetales o geométricos, alternándose las hojas de acanto y de palma.
Y llegamos a uno de los rasgos más acusados del arabismo mozárabe: el alfiz, que no es otra cosa que una moldura externa rectangular que abarca el arco. La correspondencia de formas rectangulares externas con circulares internas, en los ábsides, tiene su manifestación más gráfica en el alfiz. Es así que, cuando los miniaturistas mozárabes quieren representar las siete iglesias del Apocalipsis, por ejemplo, lo hacen con un arco de herradura enmarcado en su correspondiente alfiz.
Por todo lo que antecede se desprende que no resulta fácil la valoración global del entramado arquitectónico mozárabe, ya que no está clara la originalidad de sus elementos básicos ni siquiera su procedencia. Indudablemente estamos frente a una aglutinación de formas artísticas variantes de otras precedentes, pero que, sin embargo, dejan entrever el espíritu de una comunidad, un hecho cultural y religioso bien identificado. La cuestión es si será este contenido suficiente como para que se le aplique el título de un estilo propio arquitectónico.
Y en lo que a las fechas de construcción respecta, el rompecabezas encaja apropiadamente. Santa Cristina de Lena se construye por el 852 y es obra netamente prerrománica asturiana. Pero cuando entramos en su pequeño recinto y vemos su sorprendente iconostasio no podemos sino recordar la arquería de la Mezquita cordobesa. Por su estilo y por su cronología bien pudo ser diseñado por algún monje mozárabe huido tras los sucesos martiriales de Córdoba, en el 850.
Y después de Santa Cristina comienzan a brotar, salteadas por Castilla y León, La Rioja, Aragón y Cataluña iglesuelas y monasterios mozárabes, hasta los últimos en aflorar cronológicamente, que son las del oscense valle del Serrablo y San Baudelio de Berlanga, en tierras de Soria, que andan ya por el siglo XI.
Y todo este proceso sucede entre el 836, primera ampliación de la mezquita de Córdoba, por Abderrahmán II y la segunda por al-Hakam II en el cenit del arte califal. Y ello es coincidente y arranca con el primer éxodo mozárabe en tiempos de Alfonso III, repoblando las tierras del Duero a finales del siglo IX, y termina con las últimas deportaciones en los tiempos almorávides del siglo XI.
Aún nos quedan por despejar muchas otras incógnitas, relativas a transferencias de lo cordobés a lo cristiano, en las que no sabemos ciertamente si pudo haber algún protagonismo mozárabe.
Nadie duda que la mezquita toledana del Cristo de la Luz o Bib-al-Mardom data del 999 y que a partir del 1085 perteneció ya a territorio cristiano, pero ¿quién trasplantaría las soluciones puramente califales de sus nueve bóvedas hacia las dos bóvedas esquifadas del mozárabe Suso de San Millán?
¿Y quien las copiaría después en la Catedral de Jaca, a partir del 1075?
¿Y que artífice, probablemente mozárabe, trazaría los atauriques del tímpano de la Colegiata de Cervatos?
¿Y quién diseñaría los arcos lobulados en San Lorenzo de Vallejo de Mena?
¿Y quién la bóveda de crucería califal en San Miguel de Almazán?
Pues bien, pensamos que, aunque queden por aclarar estas y otras tantas dudas, no hay razones para negar la demostrada personalidad del arte constructivo mozárabe.
Pasemos ahora a recordar la miniatura y los Beatos. No puede faltar aquí una mención especial al arte de la iluminación y decoración de manuscritos, parcela esta en la que sí disfrutamos de un legado suficiente en cantidad y riqueza como para encuadrarlo dentro de un estilo con notable originalidad. Este arte aparece en el siglo IX, florece en el X, para ir desvaneciéndose a lo largo del XI, coexistiendo ya con el románico.
Fue este un tardío descubrimiento, pues hasta 1924 no se reconoció la fuerza expresiva de las iluminaciones contenidas en los beatos, antifonarios, biblias y otros documentos altomedievales españoles. Aquel año tuvo lugar en Madrid una exposición de códices ilustrados hispánicos de los siglos X y XI, dentro de un ambiente artístico conmocionado por los nuevos aires del expresionismo y del cubismo, de tal manera que algunos críticos quisieron ver ciertas similitudes entre Matisse o Gauguin y los miniaturistas. Hoy, tras muchas investigaciones, se cree que estos miniaturistas fueron capaces de sintetizar perfectamente la antigua tradición hispana basada en las corrientes paleocristianas, visigodas, bizantinas y prerrománicas asturianas por un lado, con las aportaciones europeas carolingias y, por si esto fuera poco, con un cierto tinte islámico, para algunos discutible e insuficiente como para recibir el calificativo de mozárabe.
Es evidente que el flujo de gentes venidas del sur, llevando con ellas los viejos moldes hispanovisigodos impregnados de sabores bizantinos y orientales, bien pudo favorecer la realización de tales obras maestras en las scriptorias de las zonas repobladas. Este estilo de miniaturismo aporta incuestionables testimonios de integración de formas, a veces nada próximas. Lo ecléctico puede ser considerado positivo, siempre y cuando el efecto resultante ofrezca un sello personal e inconfundible, tal y como creemos que sucede con la miniatura mozárabe.
Los autores de las iluminaciones pudieron ser o bien monjes exilados del sur o bien insertos en el aislamiento de los reinos norteños peninsulares, los unos más inclinados a recoger los aires islámicos y los otros con una posible conexión con la Europa carolingia. Desde luego, la propia originalidad del arte de la iluminación altomedieval hispana no podía admitir muchas influencias del sur, ya que los musulmanes, si bien más avanzados en otros órdenes, nunca crearon un arte figurativo con personajes humanos que hubiera podido servir como patrón a los miniaturistas cristianos.
Las ilustraciones de libros se llevaron a cabo en las scriptorias, siendo sus artífices monjes cultos que realizaban su trabajo inmediatamente después de los copistas. Sabemos que existieron estas scriptorias en los monasterios leoneses de Tábara, Valcavado y, probablemente, en San Miguel de la Escalada, así como en Valeránica, Albelda y San Millán de la Cogolla en Burgos y La Rioja. Llama la atención el hecho de que estos mismos lugares estén, igualmente, vinculados a lo mozárabe en su arquitectura. Eran, sin lugar a dudas, manifestaciones de un mismo ambiente espiritual y cultural dentro de un espacio geográfico y cronológico al que en ningún modo nos repugna llamarlo mozárabe, al contrario que otras opiniones que prefieren denominarlo “de repoblación”.
Los nombres de los miniaturistas más relevantes fueron Magio y su discípulo Emeterio, creadores de la escuela de Tábara, Florencio en Valeránica y Vigila, en Albelda. Pero dentro de este estilo de iluminación, los llamados Beatos forman un grupo con identidad propia.
En el último cuarto del siglo VIII, en lo más recóndito de las montañas cántabras, un monje llamado Beato de gran cultura religiosa, dedicó una parte de su vida a escribir en el monasterio de Santo Toribio de Liébana los Comentarios al Apocalipsis. No parece descartable que este hombre procediera de las tierras de la Bética, con superior desarrollo cultural, las únicas en las que pudo recibir tan profunda formación teológica y humanística. La primera versión de los Comentarios apareció en el año 776. Este monje, que nunca alcanzaría título o jerarquía eclesial alguna, jugó, sin embargo, un papel decisivo como protagonista de una dura polémica a causa de la herejía adopcionista, nada menos que contra la máxima autoridad de la Iglesia peninsular, el obispo toledano Elipando.
Los Comentarios pronto se convirtieron en el estandarte necesario para la motivación religiosa de los cristianos que iniciaban el largo enfrentamiento con los poderosos vecinos musulmanes. Estos Comentarios no eran otra cosa que una recopilación de textos de autoridades de la Iglesia sobre el enigmático libro sagrado del Apocalipsis. Leyendo entre líneas era fácil identificar a las fuerzas del mal con los enemigos muslímicos; en sus textos y en sus iluminaciones se reflejaba la obsesión por la inminente llegada del Anticristo, así como el terror ante el no menos inminente milenio, augurio de las más impredecibles tragedias. Por otro lado, la obra se convirtió en la mejor garantía de ortodoxia frente a las desviaciones heréticas arrianas y adopcionistas. Por todo ello, más allá de su primera apariencia religiosa, en los Comentarios se escondía la clara intencionalidad política de dotar a los cristianos con una simbología adecuada para enfrentarse con los sarracenos.
De los treinta y dos manuscritos existentes en la actualidad, afortunadamente veinticinco están casi completos, pero lo más importante es que veintidós de ellos incluyen miniaturas bajo un estilo muy definido, conocido genéricamente como de los Beatos. Se trata de grandes libros de elaboración muy cuidada, en pergamino y con letra visigótica, con unas iluminaciones en general de tamaño relativamente grande, que llegan incluso a cuestionar su calificación de miniaturas. Las figuras humanas no pasan aquí de ser meros actores del gran drama apocalíptico, no son nada realistas, sino simplemente espectadores colectivos. En cuanto a su disposición destacan por su frontalidad, recurriendo excepcionalmente a representar a las cabezas de monstruos a la vez de frente y de perfil, para resaltar más su horror. Dentro de una carencia absoluta de toda perspectiva óptica ni de sombreados, a veces se representan diferentes escenas dentro de bandas horizontales con fondos de variadas coloraciones.
De los beatos conocemos sus autores, fechas y scriptorias en las que fueron realizados gracias a una, por entonces, novísima costumbre de incluir estos datos en sus primeras o últimas páginas y ello fue, probablemente, siguiendo la moda de las encuadernaciones cordobesas de aquella época. Para no cansarles a ustedes, nos limitaremos aquí a citar dos de los beatos mas representativos de todos los que han llegado a nuestros días.
El primero verdaderamente interesante es el que se encuentra en la Biblioteca del Monasterio de El Escorial, que debió de ser escrito entre el 950 y el 955. Con ciertos repuntes de sabor islámico, ofrece una decoración que recuerda a los caracteres cúficos. Colores agresivos, predominando el amarillo como fondo. Gran similitud entre los rostros humanos de los personajes, con ojos almendrados, cuellos rectos, comisuras de los labios hacia abajo y orejas de doble lóbulo, dotados todos ellos de una gran expresividad.
En la Pierpont Morgan Library de Nueva York se halla el beato de Magio, cuya fecha es difícil de precisar, pero que debió de andar allá por el 952, y que probablemente vio la luz en el monasterio de San Miguel de la Escalada. Sus 89 ilustraciones son de una riqueza extraordinaria, acreditando a este Magio como auténtico iniciador de una escuela de miniatura, que representa un gran salto respecto de las anteriores; es el autor de las bandas horizontales con mayor cromatismo, tratando a la vez a un superior número de personajes. Este beato nos ofrece una línea definitiva, producto de la fusión de tres principales influencias: visigoda, sobretodo en las figuras, “carolingia en la ornamentación y una modulación rítmica oriental”.
De todo lo que antecede, la existencia de lo mozárabe en la España de los siglos VIII al XI, nos lleva a las siguientes consideraciones:
Para evaluar debidamente el papel jugado por esta minoría en al-Andalus, se hace imprescindible calibrar el nivel cultural de la España preislámica del 711. No podemos ignorar sus precedentes, que son la simbiosis prolongada de un pueblo bajo sucesivas oleadas de otros pueblos aventureros y audaces; pueblos todos ellos que, por el mero hecho de ser osados podríamos asegurar que eran poseedores de culturas y personalidades que, a buen seguro, causarían efectos positivos en la conformación de la personalidad de las gentes peninsulares. Iberos, cartagineses, fenicios, bizantinos, suevos, vándalos y alanos, todos ayudaron a la formación de un tejido vital y cultural específico que ya estaba bien asentado en la Hispania preislámica.
Y, final y definitivamente, la fusión de casi seis centurias de presencia romana con tres de monarquía visigoda hispanizada, es decir, del elemento hispanorromano fundamental con los componentes godos añadidos. No es necesario recordar que la Iberia indígena había alcanzado un elevado nivel de romanización, que posteriormente absorbería e incluso superaría lo aportado por la escasa población visigoda que cruzó los Pirineos. Este flujo fue, si se quiere, en el sentido inverso de lo que sucedería tres siglos después con la invasión árabe, igualmente minoritaria en sus comienzos, pero que terminaría por imponerse culturalmente a la autóctona.
Cuando hablamos de la etapa visigoda, no debemos centrar nuestra atención exclusivamente en las luchas intestinas que la conmocionaron y que afectaron más a las clases gobernantes que a la base de la población. Lo más importante es reconocer que por debajo de esa sociedad subyacía un vital estrato cultural que es el que acabará imponiendo la lengua y la religión, el latín y el catolicismo, sobre la minoría invasora goda. Tomando como punto de partida el Concilio III de Toledo, con la conversión al catolicismo de Recaredo y de la institución monárquica, al fundirse, al menos oficialmente, los elementos de raza y religión, se alcanzaron las mayores cotas de madurez cultural de todo el período, apareciendo entonces personalidades señeras como San Isidoro de Sevilla, primera figura intelectual de la España medieval y una de las más preclaras de Europa. Era la población que dio nombres como Leandro, Braulio, Julián, Ildefonso y una pléyade de figuras ilustres, en una época de gran curiosidad intelectual, en la que se incubó una raíz tan profunda como fue el derecho jurídico visigótico.
Por tanto, la mayoritaria población hispanorromana autóctona poseía un arraigo cultural elevado, sin duda a nivel del resto del occidente altomedieval. Y dentro de esta base es de donde procede la mozarabía que empieza a surgir en el 711 y de la que, en buena medida, van a aprovecharse los invasores africanos. Su superioridad en organización y estructura administrativa, en legislación y en nivel cultural y artístico es notoria, e influenciará inevitablemente a las primeras oleadas que cruzan el estrecho.
Fue, por lo tanto, inevitable la dependencia cultural musulmana de la España autóctona en los primeros momentos de la conquista. Esta afirmación puede extrañar a muchos que, dejándose llevar por la idea generalizada del ocaso cultural de los visigodos y su decadencia moral, pasan por alto la necesaria etapa de transición que tuvo que darse hasta el esplendor del Califato de Córdoba, para el cual faltaban nada menos que dos siglos. Durante este periodo, los autóctonos fueron, contra viento y marea, los únicos valedores culturales. Es decir, la nueva situación política y militar se consolidó rápidamente, sin que se llevase a cabo una islamización al mismo ritmo. Ello supuso que durante un cierto paréntesis, el pueblo y su costumbre siguieron siendo los mismos que antes de la invasión.
La progresiva aceptación de las conductas islámicas por parte de los hispanos tuvo como contraprestación la adopción por los invasores de algunos de los elementos romanos o visigodos vigentes en aquel momento. Hoy resulta probado que los musulmanes no dudaban en copiar ciertas formas artísticas y arquitectónicas para incorporarlas en sus creaciones, sustentando ello parcialmente la teoría de Américo Castro cuando habla del mestizaje hispanomusulmán. Y aquí es obligado apuntar que, en medio de este traspaso cultural, se encontraban también los mozárabes.
Ya con posterioridad, en los años en que se estaba gestando el esplendor califal, el elemento mozárabe se convirtió, diríamos que de una manera forzada e inevitable, en portador de una corriente cultural que fluyó desde el al-Andalus islámico hacia los reinos cristianos. Esta corriente pudo tener dos cauces, uno normal, resultante de la ósmosis de unas fronteras en constante flujo y reflujo, y otro el que protagonizaron los mozárabes exilados en los reinos del norte. Ahora bien, es conveniente señalar algunas matizaciones de esta segunda corriente.
Cuando a partir del 850 los mozárabes comienzan a llegar a las estepas despobladas del Duero, llevan consigo inevitablemente un nivel superior frente al escaso bagaje de los pobladores, mayoritariamente guerreros y pastores, de las montañas cántabras; tan solo en los monasterios mozárabes de los siglos IX y X se podrían encontrar entonces algunas obras de erudición más allá de las estrictamente teológicas.
Sin embargo, tampoco hay que sobredimensionar este intercambio. Los mozárabes eran portadores de unos limitados conocimientos de arquitectura porque su actividad constructiva y, en general, artística estaba ya muy decaída. Y por otra parte, ellos no podían transmitir con fluidez aquello por lo que sentían un profundo rechazo, porque, en definitiva era lo causante de su forzado exilio. Y por encima de estas restricciones aún podemos decir que en la parte receptora, es decir, los reinos cristianos, se daban por aquellas fechas condiciones poco propicias para la aceptación de aportaciones culturales, vinieran estas de donde vinieran, dado que estaban sometidos a la tremenda presión de la lucha incruenta con los islámicos, y lo que estaba en juego era una cuestión de supervivencia. Así pues, este trasvase, aunque existió, solo debe valorarse en su justa medida.
El proceso evolucionó en el tiempo, hasta desaparecer. Finalmente y paradójicamente, fue el impulso arrollador romanizante de los cluniacenses, el que acabó con esta transferencia. Desde el siglo XI en adelante ya no cabía otra opción entre los nuevos hispanos del norte que desterrar todo aquello que significase connivencia con el mundo musulmán.
Pero habrá todavía un segundo momento en que los mozárabes serán vehículo transmisor. Cuando la cultura árabe alcanza su cima, la filosofía, las artes, la técnica, la economía y la propia lengua del mundo árabe irradiarán hacia el occidente europeo a través de España, más concretamente a través de la Toledo tricultural, ya cristiana desde 1085 y también a través de Zaragoza, en 1118, por cierto, ciudades ambas con abundante población mozárabe.
Aun sin concederle mas importancia de la que realmente tiene, no conviene olvidar que los cristianos de la cornisa cantábrica conocieron a sus hermanos del sur bajo el nombre de Spani, es decir, simplemente españoles, nombre éste que no aplicaban por entonces ni siquiera a sus correligionarios de otros reinos norteños. Bien pudiera tomarse esto como preludio significativo en la formación de la nacionalidad, considerándose más Spani a aquellos que habían permanecido en el al-Andalus conquistado, que a los que se habían refugiado entre las fragosidades cántabras. A esto añadiremos que el vocablo Spani aparece ya acuñado por vez primera en una moneda árabe del año 716, un dinhar en el que doblemente se lee en latín "acuñado en Spani" y en árabe "acuñado en al-Andalus", lo cual indica que Spani significaba también para los hispanoárabes la denominación alternativa de al-Andalus. Estos Spani del sur fueron nada menos que el agente transmisor entre las Hispanias pasada y venidera, con el poderoso Islam de por medio, salvaguardando la tradición hispanovisigoda de la que luego se nutrieron sus hermanos del norte para la supervivencia y la continuidad.
Y, finalmente, una última consideración. Sabemos que la súbita y sorprendente desintegración de al-Andalus requiere de explicaciones que nos ayuden a entender el por qué de tan brusca desaparición. Esta parte de la península ofreció siempre un panorama muy complejo y variable; intrincado mosaico de razas y credos que, si bien llegaron a conseguir una alta cota de civilización y bienestar, no es menos cierto que ello fue sobre la base de constantes tensiones que impidieron la consecución de un proyecto político, económico y social común. La ciudadanía nunca debió de olvidar sus orígenes y éstos, con el paso del tiempo, pudieron subyacer algo confusos. Los andalusíes, ya fueran árabes quasíes o yemeníes, sirios, bereberes, judíos, muladíes o mozárabes, siempre se consideraron prioritariamente pertenecientes a una raza o religión antes que a un estado integrador y plural y ello pudo ser un factor que, aunque no impidió la consecución de sus indiscutibles logros, sí pudo ser desencadenante de su rápido derrumbamiento. Este relativo pluralismo, aunque modélico para su momento histórico, generó continuas luchas y tensiones y en ellas anduvieron los mozárabes, al principio como elemento de superior cultura y, luego, como ejemplo de adaptación y de integración en la sociedad islámica.
Aquí terminamos esta charla. Ustedes y yo sabemos que quedan sin resolver sobre el tapete muchas de las grandes incógnitas que se ciernen sobre los mozárabes. Probablemente restan por escudriñar muchos legajos y descubrir muchos restos arqueológicos hasta que las incógnitas se vayan sustituyendo por luces. Pero no importa. Seguiremos dudando, como siempre, porque ustedes y yo sabemos que la duda es buena. Siguiendo a nuestro insigne Sánchez Albornoz, sabemos que optamos por la audacia de la duda, antes que contentarnos con falsas certezas.
Muchas gracias
Manuel Rincón Álvarez
Teruel, 3 de Mayo de 2004.
Buenas tardes.
Tras agradecer al profesor don Esteban Sarasa su amable invitación a este ciclo, solicito la atención de ustedes para repasar, brevemente, las posibles aportaciones de los mozárabes en el trasiego cultural entre al-Andalus y los reinos cristianos del norte.
Como una más de tantas veces en las que dirigimos nuestra mirada al pasado, no podemos resistir el influjo de esa fecha carismática que parece destinada por los siglos venideros a presidir cualquier auscultación histórica peninsular: el año 711 del calendario gregoriano, 749 de la era hispánica, o el 92 de la Hégira musulmana. Y el acontecimiento, como todos sabemos, fue el paso del estrecho de Gibraltar por las primeras tropas acaudilladas por Tarik.
Y a partir de esta fecha un desplome, un desvanecimiento, una desaparición en pocos meses de las estructuras del estado hispanovisigodo. Sorprendente eclipse de un estado ante un rotundo desarrollo de los acontecimientos. Las clases gobernantes que habían dominado el país durante 200 años, se esfuman de repente ante una fulgurante victoria militar.
Pero... y lo demás; lo que había debajo de esas clases gobernantes; el substrato cultural, la costumbre, la religión, la tradición, el carácter y la personalidad de las gentes, el poso de la anterior civilización romana.... ¿que fue de todo eso? Esta es la gran pregunta, cuya respuesta pretendemos esbozar en el corto tiempo que ustedes, amablemente, me van a dedicar.
Como es bien sabido, los mozárabes constituyeron el núcleo de la población hispana que, a partir del 711 no está dispuesta a claudicar de sus tradiciones aunque sí a una convivencia pacífica con los dominadores islámicos, aun a costa de pagar considerables tributaciones, la chizia y el jarach, para el mantenimiento de un mínimo de libertades.
Claro es que este núcleo inicialmente mayoritario fue decreciendo con el tiempo ante el flujo continuo de conversiones hacia el mundo musulmán que ofrecía un credo más fácil y la nada desdeñable oportunidad de eximirse de los ya citados impuestos.
Los siglos VIII, IX y X fueron de una acusada intensidad histórica, dentro de una rápida evolución que va desde un estado en crisis, hasta el apogeo cultural de la califal al-Andalus, ejemplar incluso ante el resto de los estados del occidente cristiano.
Todo eso en menos de tres siglos. Así pues, dentro de una etapa tan cambiante, ¿como podemos situar la posición de los mozárabes en el transcurso de tan dinámico periodo sin riesgo a equivocarnos?
Hay que admitir, por tanto, que según el momento exacto que hiciéramos la fotografía del mundo andalusí, podríamos encontrarnos con escenarios de confrontación, de convivencia pacífica o de dura represión. Conocedores de esta dificultad, hemos elegido aquí algunas situaciones, algunos momentos que nos ayudarán a introducir el tema de esta charla.
En el año 788 ocupa el trono de Córdoba Hixen I, bajo cuya égida van a tener lugar dos hechos que incidirán notablemente en la transformación de la sociedad andalusí y de la propia comunidad mozárabe. El primero fue la prohibición por decreto del uso de la lengua hispano-latina, haciendo obligatorio el estudio del árabe. Los hijos de los cristianos son obligados a asistir a las escuelas arábigas. Verdaderamente fue éste uno de los escasos intentos serios de sometimiento cultural de la etnia hispana.
Otro momento, no menos relevante para el futuro comportamiento social, político y religioso de la sociedad andalusí, fue la instauración de la escuela jurídica malikí, rigurosamente ortodoxa y conservadora, que ejercerá en adelante honda influencia en las instituciones del estado omeya cordobés. Siguiendo sus directrices, toda desviación religiosa será reprimida con dureza, anulándose cualquier posibilidad de discusión racional. Fueron los propios hispanomusulmanes los que viajaron a Medina a estudiar esta doctrina, lo cual es indicativo del fuerte arraigo que tuvo esta escuela dentro de las estructuras andalusíes.
Otro de los hitos elegidos es en el año 796 cuando sube al poder al-Hakam I, y con él se afianza la citada doctrina integrista malikí. Los mozárabes, resistiendo cada vez mayores presiones y perdiendo ya las esperanzas de una convivencia pacífica con los musulmanes, comienzan a sublevarse. Bajo este mandato, van a tener lugar tres importantes alzamientos con participación mozárabe, respectivamente en las tres ciudades más representativas de al-Andalus: Mérida, Toledo y Córdoba.
Bien, de todo lo que antecede, aunque sean hechos aislados entresacados del discurrir de dos intensos siglos, podemos extraer alguna lectura. Evidentemente, la situación de la comunidad mozárabe no siempre fue fácil y siempre estuvo a merced de las circunstancias político sociales de cada momento, pero, aún así, no se puede negar que tuvieron el valor de mantener vigentes sus principios religiosos y culturales dentro de la sociedad musulmana.
Pero, verdaderamente, ¿cúal fue el alcance de la arabización mozárabe?
En 1930, el historiador Ángel González Palencia, como fruto de una larga tarea de recopilación, llegó a registrar una colección de 1175 documentos en árabe, extraídos de los archivos toledanos y datando todos ellos entre los años 1083 y 1315. Los asuntos eran de la vida común relativos a Toledo y a su alfoz: donaciones, préstamos, arriendos, pleitos, compraventas, testamentos, etc. Las conclusiones a partir del análisis pormenorizado de estos manuscritos son, fundamentalmente, dos. La primera, que nos parece muy destacable, es que en el 1085, más de tres siglos después del 711, la casi totalidad de los cristianos toledanos eran mozárabes y todos ellos bilingües, en romance y en árabe.
La segunda conclusión es que si todos eran cristianos y se comunicaban en árabe, de ello podría inferirse sin grave riesgo de error, que la islamización de los mozárabes debió de ser más bien una cuestión de apariencias, de adaptación, no afectando apenas a las raíces de su credo religioso y de sus costumbres. Esta conclusión pudiera ser igualmente extrapolable a las mozarabías de otros lugares peninsulares.
Veamos ahora como se manifestaron artísticamente estos mozárabes. Por limitaciones de tiempo en esta charla no vamos a entrar en los campos de la literatura, de la liturgia o de las jarchas, sino que preferimos concentrarnos en solamente dos áreas: la arquitectura y la iluminación de manuscritos.
En el terreno de la arquitectura, desde el advenimiento de la dinastía Omeya en el 756, existía en Córdoba gran preocupación por fomentar y enriquecer la cultura de los pueblos árabes y beréberes hasta llevarla a los niveles de sus rivales abbasidas, en Damasco. Una de las alternativas consistió en formar alarifes en las escuelas mozárabes de Sevilla, Córdoba y Toledo, todavía florecientes en las artes y en la arquitectura. Consecuencia de ello pudo ser que en la mezquita de Córdoba intervinieran en sus primeros tiempos maestros mozárabes, los cuales transmitirían una cierta impronta, cuando menos con el aprovechamiento de algunos elementos constructivos como fustes y capiteles, procedentes de la anterior iglesia visigótica de San Vicente.
Cuando tratamos de descubrir los contenidos constructivos transplantados por los monjes mozárabes al Duero, tropezamos con la dificultad adicional de que en la ciudad de los Califas no se había creado un arte puro, de la noche a la mañana. Por el contrario existieron fuertes influencias de Bizancio sobre lo musulmán. Y porque no decirlo, el arte hispanomusulmán debía mucho tanto a la tradición visigótica, heredando de ella el arco de herradura y las ornamentaciones florales, como a la hispanorromana de donde proceden el aparejo de soga y tizón y los arcos de entibo de la mezquita cordobesa.
Estamos pues en los tiempos de una encrucijada en la que las influencias se multiplican y se hace muy difícil señalar soluciones puras. Todo es un injerto de mezclas y no resulta fácil trazar fronteras definidas.
Pero, dentro de este denso tejido, surge la inevitable pregunta: ¿existe un verdadero estilo mozárabe con entidad propia? Para opinar con rigor sobre ésta tan debatida cuestión, es necesario identificar primeramente los elementos básicos diferenciadores de lo mozárabe en arquitectura. Luego, consecuentemente, habrá que evaluar el papel jugado por estos elementos dentro del conjunto hispano prerrománico y, finalmente, deducir si con este bagaje, lo mozárabe puede ser catalogado como un arte con personalidad propia. Pasemos, pues, a analizar estos elementos.
Las plantas de las iglesias mozárabes son generalmente reticuladas, es decir, compuestas por varios cuadriláteros, herencia clara de las iglesias visigodas aunque también se advierta una inspiración en lo musulmán. La segmentación de la planta se hace extensiva a las alturas, dando como resultante una conformación de volúmenes, tanto interna como externa. El ejemplo más definitorio de esta compartimentación lo ofrece Santa María de Lebeña, que se estructura a partir de una serie de rectángulos con ambientes muy separados unos de otros y con la sensación final de un pequeño laberinto.
Las plantas de las iglesias mozárabes presentan variantes. Las hay basilicales, de tradición paleocristiana, como San Miguel de la Escalada, de nave única, de tradición hispanovisigoda, como Santiago de Peñalba y San Miguel de Celanova, cruciformes como Santa María de Melque, cuadriculadas como Santa María de Lebeña y, finalmente, las de tipo casi cuadrado, como San Baudelio de Berlanga.
El único factor común en todas ellas es la ya citada subdivisión en retículas que conforman espacios pequeños con escasa visibilidad. Por eso, en estos templos se tiene la impresión de que la visión horizontal es corta e imprecisa, encargándose las columnas y los iconostasios de entorpecer cualquier atisbo de continuidad. Es, en definitiva, una sensación parecida a la que experimentamos cuando entramos en la mezquita de Córdoba.
En las iglesias mozárabes se advierte la ausencia de fachada principal con motivos decorativos; habría que preguntarse si será el sentido de la discreción, lo que les lleve a prescindir de cualquier ornamento. Si en otros estilos posteriores, la fachada o puerta de acceso principal representarán la simbología del tránsito del mundo terrenal al espacio sagrado, en las iglesias mozárabes no sucede lo mismo. Las discretas puertas de entrada acostumbran a estar a mediodía, siendo excepciones a este punto la puerta geminada de Peñalba y el espléndido pórtico de San Miguel de la Escalada.
La carencia generalizada de elementos decorativos externos sólo tiene una excepción: los modillones de rodillos escalonados que sirven de soporte a los aleros de los tejados. Es la forma de sustentar voladizos con una cierta gracia. Aunque en Córdoba existen los modillones, ya conocidos por los romanos, los mozárabes son diferentes ya que sobresalen bastante del plano del edificio, presentando temas ornamentales tales como ruedas de radios curvos, esvásticas y flores con seis pétalos, muy visigóticos y bizantinos, que fueron previamente paganos y luego se cristianizaron. En Melque, por ejemplo, no hay modillones ni tampoco aparecen en las iglesias de Cataluña.
Las techumbres de San Cebrián de Mazote y San Miguel de la Escalada son de madera, a dos aguas, pero resultan casi una excepción pues predominan las bóvedas de cañón semicirculares o ultrasemicirculares. En cuanto a las cúpulas, son de dos tipos: de cascos o gallonadas, cuyo ejemplo más representativo está en los ábsides y la cúpula de Peñalba y también de Escalada, y las de nervios cruzados, cronológicamente más tardías, cuyo exponente máximo son San Baudelio de Berlanga y San Millán de la Cogolla.
Los ábsides son rectangulares externamente, pero de planta circular interior, con el radio sobrepasado. El ábside se comunica con la nave central por un arco triunfal de herradura que suele ser algo angosto y no muy alto. Nos recuerdan el espacio sagrado de un mihrab o el ambiente cerrado de una cueva de eremitas. Lo que siempre es común es el arco de herradura como arco toral.
Acerca del sobrepasado del arco de herradura queda decir que es variable: puede ser 1/3, 1/2, 2/3, del radio, pero esto no parece ser diferenciador de distintos estilos resultando que cualquier regla general puede ser muy aventurada. Cuestión aparte son los matices que ofrecen, respectivamente, el arco de herradura visigodo y el cordobés, para decidir cuál de ellos es el que influye realmente en el mozárabe. Las diferencias provienen de su estilización y su peralte, según que la separación de intradós y trasdós sea mayor o menor en la clave. En los mozárabes, las primeras dovelas a partir de los salmeres suelen ser horizontales, pero las siguientes superiores serán ya radiales.
Los capiteles son siempre corintios, sin influencia cordobesa, sino prerrománica. Son, por lo general, de mármol, tallados a bisel o a trépano, modalidad ésta de claro antecedente bizantino; frecuentemente estos capiteles presentan un astrágalo sogueado que nos recuerda el arte asturiano. Los motivos iconográficos suelen ser vegetales o geométricos, alternándose las hojas de acanto y de palma.
Y llegamos a uno de los rasgos más acusados del arabismo mozárabe: el alfiz, que no es otra cosa que una moldura externa rectangular que abarca el arco. La correspondencia de formas rectangulares externas con circulares internas, en los ábsides, tiene su manifestación más gráfica en el alfiz. Es así que, cuando los miniaturistas mozárabes quieren representar las siete iglesias del Apocalipsis, por ejemplo, lo hacen con un arco de herradura enmarcado en su correspondiente alfiz.
Por todo lo que antecede se desprende que no resulta fácil la valoración global del entramado arquitectónico mozárabe, ya que no está clara la originalidad de sus elementos básicos ni siquiera su procedencia. Indudablemente estamos frente a una aglutinación de formas artísticas variantes de otras precedentes, pero que, sin embargo, dejan entrever el espíritu de una comunidad, un hecho cultural y religioso bien identificado. La cuestión es si será este contenido suficiente como para que se le aplique el título de un estilo propio arquitectónico.
Y en lo que a las fechas de construcción respecta, el rompecabezas encaja apropiadamente. Santa Cristina de Lena se construye por el 852 y es obra netamente prerrománica asturiana. Pero cuando entramos en su pequeño recinto y vemos su sorprendente iconostasio no podemos sino recordar la arquería de la Mezquita cordobesa. Por su estilo y por su cronología bien pudo ser diseñado por algún monje mozárabe huido tras los sucesos martiriales de Córdoba, en el 850.
Y después de Santa Cristina comienzan a brotar, salteadas por Castilla y León, La Rioja, Aragón y Cataluña iglesuelas y monasterios mozárabes, hasta los últimos en aflorar cronológicamente, que son las del oscense valle del Serrablo y San Baudelio de Berlanga, en tierras de Soria, que andan ya por el siglo XI.
Y todo este proceso sucede entre el 836, primera ampliación de la mezquita de Córdoba, por Abderrahmán II y la segunda por al-Hakam II en el cenit del arte califal. Y ello es coincidente y arranca con el primer éxodo mozárabe en tiempos de Alfonso III, repoblando las tierras del Duero a finales del siglo IX, y termina con las últimas deportaciones en los tiempos almorávides del siglo XI.
Aún nos quedan por despejar muchas otras incógnitas, relativas a transferencias de lo cordobés a lo cristiano, en las que no sabemos ciertamente si pudo haber algún protagonismo mozárabe.
Nadie duda que la mezquita toledana del Cristo de la Luz o Bib-al-Mardom data del 999 y que a partir del 1085 perteneció ya a territorio cristiano, pero ¿quién trasplantaría las soluciones puramente califales de sus nueve bóvedas hacia las dos bóvedas esquifadas del mozárabe Suso de San Millán?
¿Y quien las copiaría después en la Catedral de Jaca, a partir del 1075?
¿Y que artífice, probablemente mozárabe, trazaría los atauriques del tímpano de la Colegiata de Cervatos?
¿Y quién diseñaría los arcos lobulados en San Lorenzo de Vallejo de Mena?
¿Y quién la bóveda de crucería califal en San Miguel de Almazán?
Pues bien, pensamos que, aunque queden por aclarar estas y otras tantas dudas, no hay razones para negar la demostrada personalidad del arte constructivo mozárabe.
Pasemos ahora a recordar la miniatura y los Beatos. No puede faltar aquí una mención especial al arte de la iluminación y decoración de manuscritos, parcela esta en la que sí disfrutamos de un legado suficiente en cantidad y riqueza como para encuadrarlo dentro de un estilo con notable originalidad. Este arte aparece en el siglo IX, florece en el X, para ir desvaneciéndose a lo largo del XI, coexistiendo ya con el románico.
Fue este un tardío descubrimiento, pues hasta 1924 no se reconoció la fuerza expresiva de las iluminaciones contenidas en los beatos, antifonarios, biblias y otros documentos altomedievales españoles. Aquel año tuvo lugar en Madrid una exposición de códices ilustrados hispánicos de los siglos X y XI, dentro de un ambiente artístico conmocionado por los nuevos aires del expresionismo y del cubismo, de tal manera que algunos críticos quisieron ver ciertas similitudes entre Matisse o Gauguin y los miniaturistas. Hoy, tras muchas investigaciones, se cree que estos miniaturistas fueron capaces de sintetizar perfectamente la antigua tradición hispana basada en las corrientes paleocristianas, visigodas, bizantinas y prerrománicas asturianas por un lado, con las aportaciones europeas carolingias y, por si esto fuera poco, con un cierto tinte islámico, para algunos discutible e insuficiente como para recibir el calificativo de mozárabe.
Es evidente que el flujo de gentes venidas del sur, llevando con ellas los viejos moldes hispanovisigodos impregnados de sabores bizantinos y orientales, bien pudo favorecer la realización de tales obras maestras en las scriptorias de las zonas repobladas. Este estilo de miniaturismo aporta incuestionables testimonios de integración de formas, a veces nada próximas. Lo ecléctico puede ser considerado positivo, siempre y cuando el efecto resultante ofrezca un sello personal e inconfundible, tal y como creemos que sucede con la miniatura mozárabe.
Los autores de las iluminaciones pudieron ser o bien monjes exilados del sur o bien insertos en el aislamiento de los reinos norteños peninsulares, los unos más inclinados a recoger los aires islámicos y los otros con una posible conexión con la Europa carolingia. Desde luego, la propia originalidad del arte de la iluminación altomedieval hispana no podía admitir muchas influencias del sur, ya que los musulmanes, si bien más avanzados en otros órdenes, nunca crearon un arte figurativo con personajes humanos que hubiera podido servir como patrón a los miniaturistas cristianos.
Las ilustraciones de libros se llevaron a cabo en las scriptorias, siendo sus artífices monjes cultos que realizaban su trabajo inmediatamente después de los copistas. Sabemos que existieron estas scriptorias en los monasterios leoneses de Tábara, Valcavado y, probablemente, en San Miguel de la Escalada, así como en Valeránica, Albelda y San Millán de la Cogolla en Burgos y La Rioja. Llama la atención el hecho de que estos mismos lugares estén, igualmente, vinculados a lo mozárabe en su arquitectura. Eran, sin lugar a dudas, manifestaciones de un mismo ambiente espiritual y cultural dentro de un espacio geográfico y cronológico al que en ningún modo nos repugna llamarlo mozárabe, al contrario que otras opiniones que prefieren denominarlo “de repoblación”.
Los nombres de los miniaturistas más relevantes fueron Magio y su discípulo Emeterio, creadores de la escuela de Tábara, Florencio en Valeránica y Vigila, en Albelda. Pero dentro de este estilo de iluminación, los llamados Beatos forman un grupo con identidad propia.
En el último cuarto del siglo VIII, en lo más recóndito de las montañas cántabras, un monje llamado Beato de gran cultura religiosa, dedicó una parte de su vida a escribir en el monasterio de Santo Toribio de Liébana los Comentarios al Apocalipsis. No parece descartable que este hombre procediera de las tierras de la Bética, con superior desarrollo cultural, las únicas en las que pudo recibir tan profunda formación teológica y humanística. La primera versión de los Comentarios apareció en el año 776. Este monje, que nunca alcanzaría título o jerarquía eclesial alguna, jugó, sin embargo, un papel decisivo como protagonista de una dura polémica a causa de la herejía adopcionista, nada menos que contra la máxima autoridad de la Iglesia peninsular, el obispo toledano Elipando.
Los Comentarios pronto se convirtieron en el estandarte necesario para la motivación religiosa de los cristianos que iniciaban el largo enfrentamiento con los poderosos vecinos musulmanes. Estos Comentarios no eran otra cosa que una recopilación de textos de autoridades de la Iglesia sobre el enigmático libro sagrado del Apocalipsis. Leyendo entre líneas era fácil identificar a las fuerzas del mal con los enemigos muslímicos; en sus textos y en sus iluminaciones se reflejaba la obsesión por la inminente llegada del Anticristo, así como el terror ante el no menos inminente milenio, augurio de las más impredecibles tragedias. Por otro lado, la obra se convirtió en la mejor garantía de ortodoxia frente a las desviaciones heréticas arrianas y adopcionistas. Por todo ello, más allá de su primera apariencia religiosa, en los Comentarios se escondía la clara intencionalidad política de dotar a los cristianos con una simbología adecuada para enfrentarse con los sarracenos.
De los treinta y dos manuscritos existentes en la actualidad, afortunadamente veinticinco están casi completos, pero lo más importante es que veintidós de ellos incluyen miniaturas bajo un estilo muy definido, conocido genéricamente como de los Beatos. Se trata de grandes libros de elaboración muy cuidada, en pergamino y con letra visigótica, con unas iluminaciones en general de tamaño relativamente grande, que llegan incluso a cuestionar su calificación de miniaturas. Las figuras humanas no pasan aquí de ser meros actores del gran drama apocalíptico, no son nada realistas, sino simplemente espectadores colectivos. En cuanto a su disposición destacan por su frontalidad, recurriendo excepcionalmente a representar a las cabezas de monstruos a la vez de frente y de perfil, para resaltar más su horror. Dentro de una carencia absoluta de toda perspectiva óptica ni de sombreados, a veces se representan diferentes escenas dentro de bandas horizontales con fondos de variadas coloraciones.
De los beatos conocemos sus autores, fechas y scriptorias en las que fueron realizados gracias a una, por entonces, novísima costumbre de incluir estos datos en sus primeras o últimas páginas y ello fue, probablemente, siguiendo la moda de las encuadernaciones cordobesas de aquella época. Para no cansarles a ustedes, nos limitaremos aquí a citar dos de los beatos mas representativos de todos los que han llegado a nuestros días.
El primero verdaderamente interesante es el que se encuentra en la Biblioteca del Monasterio de El Escorial, que debió de ser escrito entre el 950 y el 955. Con ciertos repuntes de sabor islámico, ofrece una decoración que recuerda a los caracteres cúficos. Colores agresivos, predominando el amarillo como fondo. Gran similitud entre los rostros humanos de los personajes, con ojos almendrados, cuellos rectos, comisuras de los labios hacia abajo y orejas de doble lóbulo, dotados todos ellos de una gran expresividad.
En la Pierpont Morgan Library de Nueva York se halla el beato de Magio, cuya fecha es difícil de precisar, pero que debió de andar allá por el 952, y que probablemente vio la luz en el monasterio de San Miguel de la Escalada. Sus 89 ilustraciones son de una riqueza extraordinaria, acreditando a este Magio como auténtico iniciador de una escuela de miniatura, que representa un gran salto respecto de las anteriores; es el autor de las bandas horizontales con mayor cromatismo, tratando a la vez a un superior número de personajes. Este beato nos ofrece una línea definitiva, producto de la fusión de tres principales influencias: visigoda, sobretodo en las figuras, “carolingia en la ornamentación y una modulación rítmica oriental”.
De todo lo que antecede, la existencia de lo mozárabe en la España de los siglos VIII al XI, nos lleva a las siguientes consideraciones:
Para evaluar debidamente el papel jugado por esta minoría en al-Andalus, se hace imprescindible calibrar el nivel cultural de la España preislámica del 711. No podemos ignorar sus precedentes, que son la simbiosis prolongada de un pueblo bajo sucesivas oleadas de otros pueblos aventureros y audaces; pueblos todos ellos que, por el mero hecho de ser osados podríamos asegurar que eran poseedores de culturas y personalidades que, a buen seguro, causarían efectos positivos en la conformación de la personalidad de las gentes peninsulares. Iberos, cartagineses, fenicios, bizantinos, suevos, vándalos y alanos, todos ayudaron a la formación de un tejido vital y cultural específico que ya estaba bien asentado en la Hispania preislámica.
Y, final y definitivamente, la fusión de casi seis centurias de presencia romana con tres de monarquía visigoda hispanizada, es decir, del elemento hispanorromano fundamental con los componentes godos añadidos. No es necesario recordar que la Iberia indígena había alcanzado un elevado nivel de romanización, que posteriormente absorbería e incluso superaría lo aportado por la escasa población visigoda que cruzó los Pirineos. Este flujo fue, si se quiere, en el sentido inverso de lo que sucedería tres siglos después con la invasión árabe, igualmente minoritaria en sus comienzos, pero que terminaría por imponerse culturalmente a la autóctona.
Cuando hablamos de la etapa visigoda, no debemos centrar nuestra atención exclusivamente en las luchas intestinas que la conmocionaron y que afectaron más a las clases gobernantes que a la base de la población. Lo más importante es reconocer que por debajo de esa sociedad subyacía un vital estrato cultural que es el que acabará imponiendo la lengua y la religión, el latín y el catolicismo, sobre la minoría invasora goda. Tomando como punto de partida el Concilio III de Toledo, con la conversión al catolicismo de Recaredo y de la institución monárquica, al fundirse, al menos oficialmente, los elementos de raza y religión, se alcanzaron las mayores cotas de madurez cultural de todo el período, apareciendo entonces personalidades señeras como San Isidoro de Sevilla, primera figura intelectual de la España medieval y una de las más preclaras de Europa. Era la población que dio nombres como Leandro, Braulio, Julián, Ildefonso y una pléyade de figuras ilustres, en una época de gran curiosidad intelectual, en la que se incubó una raíz tan profunda como fue el derecho jurídico visigótico.
Por tanto, la mayoritaria población hispanorromana autóctona poseía un arraigo cultural elevado, sin duda a nivel del resto del occidente altomedieval. Y dentro de esta base es de donde procede la mozarabía que empieza a surgir en el 711 y de la que, en buena medida, van a aprovecharse los invasores africanos. Su superioridad en organización y estructura administrativa, en legislación y en nivel cultural y artístico es notoria, e influenciará inevitablemente a las primeras oleadas que cruzan el estrecho.
Fue, por lo tanto, inevitable la dependencia cultural musulmana de la España autóctona en los primeros momentos de la conquista. Esta afirmación puede extrañar a muchos que, dejándose llevar por la idea generalizada del ocaso cultural de los visigodos y su decadencia moral, pasan por alto la necesaria etapa de transición que tuvo que darse hasta el esplendor del Califato de Córdoba, para el cual faltaban nada menos que dos siglos. Durante este periodo, los autóctonos fueron, contra viento y marea, los únicos valedores culturales. Es decir, la nueva situación política y militar se consolidó rápidamente, sin que se llevase a cabo una islamización al mismo ritmo. Ello supuso que durante un cierto paréntesis, el pueblo y su costumbre siguieron siendo los mismos que antes de la invasión.
La progresiva aceptación de las conductas islámicas por parte de los hispanos tuvo como contraprestación la adopción por los invasores de algunos de los elementos romanos o visigodos vigentes en aquel momento. Hoy resulta probado que los musulmanes no dudaban en copiar ciertas formas artísticas y arquitectónicas para incorporarlas en sus creaciones, sustentando ello parcialmente la teoría de Américo Castro cuando habla del mestizaje hispanomusulmán. Y aquí es obligado apuntar que, en medio de este traspaso cultural, se encontraban también los mozárabes.
Ya con posterioridad, en los años en que se estaba gestando el esplendor califal, el elemento mozárabe se convirtió, diríamos que de una manera forzada e inevitable, en portador de una corriente cultural que fluyó desde el al-Andalus islámico hacia los reinos cristianos. Esta corriente pudo tener dos cauces, uno normal, resultante de la ósmosis de unas fronteras en constante flujo y reflujo, y otro el que protagonizaron los mozárabes exilados en los reinos del norte. Ahora bien, es conveniente señalar algunas matizaciones de esta segunda corriente.
Cuando a partir del 850 los mozárabes comienzan a llegar a las estepas despobladas del Duero, llevan consigo inevitablemente un nivel superior frente al escaso bagaje de los pobladores, mayoritariamente guerreros y pastores, de las montañas cántabras; tan solo en los monasterios mozárabes de los siglos IX y X se podrían encontrar entonces algunas obras de erudición más allá de las estrictamente teológicas.
Sin embargo, tampoco hay que sobredimensionar este intercambio. Los mozárabes eran portadores de unos limitados conocimientos de arquitectura porque su actividad constructiva y, en general, artística estaba ya muy decaída. Y por otra parte, ellos no podían transmitir con fluidez aquello por lo que sentían un profundo rechazo, porque, en definitiva era lo causante de su forzado exilio. Y por encima de estas restricciones aún podemos decir que en la parte receptora, es decir, los reinos cristianos, se daban por aquellas fechas condiciones poco propicias para la aceptación de aportaciones culturales, vinieran estas de donde vinieran, dado que estaban sometidos a la tremenda presión de la lucha incruenta con los islámicos, y lo que estaba en juego era una cuestión de supervivencia. Así pues, este trasvase, aunque existió, solo debe valorarse en su justa medida.
El proceso evolucionó en el tiempo, hasta desaparecer. Finalmente y paradójicamente, fue el impulso arrollador romanizante de los cluniacenses, el que acabó con esta transferencia. Desde el siglo XI en adelante ya no cabía otra opción entre los nuevos hispanos del norte que desterrar todo aquello que significase connivencia con el mundo musulmán.
Pero habrá todavía un segundo momento en que los mozárabes serán vehículo transmisor. Cuando la cultura árabe alcanza su cima, la filosofía, las artes, la técnica, la economía y la propia lengua del mundo árabe irradiarán hacia el occidente europeo a través de España, más concretamente a través de la Toledo tricultural, ya cristiana desde 1085 y también a través de Zaragoza, en 1118, por cierto, ciudades ambas con abundante población mozárabe.
Aun sin concederle mas importancia de la que realmente tiene, no conviene olvidar que los cristianos de la cornisa cantábrica conocieron a sus hermanos del sur bajo el nombre de Spani, es decir, simplemente españoles, nombre éste que no aplicaban por entonces ni siquiera a sus correligionarios de otros reinos norteños. Bien pudiera tomarse esto como preludio significativo en la formación de la nacionalidad, considerándose más Spani a aquellos que habían permanecido en el al-Andalus conquistado, que a los que se habían refugiado entre las fragosidades cántabras. A esto añadiremos que el vocablo Spani aparece ya acuñado por vez primera en una moneda árabe del año 716, un dinhar en el que doblemente se lee en latín "acuñado en Spani" y en árabe "acuñado en al-Andalus", lo cual indica que Spani significaba también para los hispanoárabes la denominación alternativa de al-Andalus. Estos Spani del sur fueron nada menos que el agente transmisor entre las Hispanias pasada y venidera, con el poderoso Islam de por medio, salvaguardando la tradición hispanovisigoda de la que luego se nutrieron sus hermanos del norte para la supervivencia y la continuidad.
Y, finalmente, una última consideración. Sabemos que la súbita y sorprendente desintegración de al-Andalus requiere de explicaciones que nos ayuden a entender el por qué de tan brusca desaparición. Esta parte de la península ofreció siempre un panorama muy complejo y variable; intrincado mosaico de razas y credos que, si bien llegaron a conseguir una alta cota de civilización y bienestar, no es menos cierto que ello fue sobre la base de constantes tensiones que impidieron la consecución de un proyecto político, económico y social común. La ciudadanía nunca debió de olvidar sus orígenes y éstos, con el paso del tiempo, pudieron subyacer algo confusos. Los andalusíes, ya fueran árabes quasíes o yemeníes, sirios, bereberes, judíos, muladíes o mozárabes, siempre se consideraron prioritariamente pertenecientes a una raza o religión antes que a un estado integrador y plural y ello pudo ser un factor que, aunque no impidió la consecución de sus indiscutibles logros, sí pudo ser desencadenante de su rápido derrumbamiento. Este relativo pluralismo, aunque modélico para su momento histórico, generó continuas luchas y tensiones y en ellas anduvieron los mozárabes, al principio como elemento de superior cultura y, luego, como ejemplo de adaptación y de integración en la sociedad islámica.
Aquí terminamos esta charla. Ustedes y yo sabemos que quedan sin resolver sobre el tapete muchas de las grandes incógnitas que se ciernen sobre los mozárabes. Probablemente restan por escudriñar muchos legajos y descubrir muchos restos arqueológicos hasta que las incógnitas se vayan sustituyendo por luces. Pero no importa. Seguiremos dudando, como siempre, porque ustedes y yo sabemos que la duda es buena. Siguiendo a nuestro insigne Sánchez Albornoz, sabemos que optamos por la audacia de la duda, antes que contentarnos con falsas certezas.
Muchas gracias
Manuel Rincón Álvarez
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